“Cuando muere un poeta…”

Aldo Obregón Criterios

Me permitiré, pecado mortal, adornar la columna de esta quincena con algunos fragmentos tomados de la soberbia tinta de Silvia Delgado Fuentes: mujer, vasca y poeta. 

Cuando muere un poeta no pasa nada, apenas ni nos damos cuenta 

A los 19 me tocó despedir a uno de mis primeros mentores de vida. En mi cabeza, desde entonces, los funerales vienen sucedidos de homenajes y la muerte nos hace obligatorio, casi tan ritual como lo anterior, el celebrar la vida. 

En algún momento perdí la cuenta (a propósito, tal vez) de los homenajes que estos meses nos han obligado a quedar debiendo. Homenajes a guitarra y voz, homenajes impresos sobre papel, homenajes de tragos, homenajes festivos o de llanto comunitario. Homenajes de viudas, de huérfanos. 

Cuando la tierra tiembla nos desenterramos los unos a los otros, cuando el hambre aprieta los peces se multiplican, cuando el cielo truena encontramos consuelo en las velas y cuando la muerte acecha nos abrazamos. Nos abrazábamos. Pero ahora no hay abrazo, ni tragos, ni noches revisando la belleza que dejaron los que ya no están.  

En mi cabeza, la muerte quedó también en suspenso. El trámite biológico ahí está, pero el humano está lejos de ser sólo carne y hueso. La muerte queda, entonces, suspendida de todo su ritual. 

Por algo las pirámides, por algo los coloridos sarcófagos, por algo las ofrendas. 

Todos los días nos morimos. 

Limosneros de pan y de ternura, 

dejamos la vida como si tal cosa. 

Como dejamos los poemas sobre mesas, 

o en paredes o en plazas donde se amontonan 

las huellas de los besos y de las quejas. 

Estos tiempos me recuerdan que somos limosneros disfrazados.  

El artista tiene la costumbre de encuerar públicamente su intención de extender la mano y recibir, por gracia propia y la propia gracia de los demás, una moneda. El que tiene un poco más de pudor, navega en un barquito de periódico sobre un charco, jugando a sortear la tormenta imaginaria, haciendo méritos para no extender la mano tan descaradamente pero buscando la misma moneda. 

En este ejercicio de encuerarnos o embarcarnos, nos olvidamos de que la verdadera tormenta sí existe, que extendemos la mano a la vida y la moneda es sólo una promesa. 

Viene, entonces, la lluvia a mojarnos parejo. 

Ocurre que si muere un poeta 

cerca del fuego y de las lágrimas, 

cerca de la sequía  y de las guerras, 

cerca de la memoria y de las picanas, 

la muerte secuestra una garganta insomne. 

Cundo muere un poeta  y muere gritando a la barbarie 

calla la voz vigilante de quien quiso vivir 

en pie, 

en paz, 

eternamente. 

Cuando se muere un artista y este logró cosechar ciertos frutos en vida, la inmortalidad puede entrar en la jugada. Entonces el nombre se aparta del rostro, la biografía se convierte en una leyenda y las lágrimas ya no las derraman sólo los que extrañarán las pláticas de cocina o los momentos de alcoba, sino también los que se inventaron un muñeco y echarán de menos como se echa de menos la sorpresa que no volverá cuando se acaba el libro.  

Por otra parte, cuando el que muere es lejano a la farándula y la celebridad, la inmortalidad dura el tiempo que dura el rito, los subsecuentes lutos, los homenajes de amigos y las lágrimas de la familia. Después viene el silencio. El nombre se convierte en una grosería incómoda y a los cercanos se les hará fácil sortear esa esquina, evitar ese platillo y guardar los recuerdos hasta que la misma vida demuela y construya encima. 

Nunca la inmortalidad duró menos que ahora, nunca antes tantas caras pasaron al anonimato sin trámite. 

¿Cómo reanimar la tristeza después? 

¿Cómo guardar el corazón? 

@aldoobregon