“Puntos de vista”

Aldo Obregón Criterios

Hace unos años pasaba una de las peores crisis de mi vida. Asuntos familiares revueltos con mucha neurosis, ansiedad mal nombrada y una muy precaria situación económica, me llevó a “surfear” las salas de algunos de mis mejores amigos. Una enorme ventaja de surfear salas amistosas es que dentro de las salas amistosas suelen existir libreros amistosos. Mientras que la biblioteca de uno me llevó a conocer al ahora muy célebre Patrick Rothfuss, la colección del otro me regaló la filosofía budista envuelta en una presentación poco usual. Resulta que, así como existen compilados litúrgicos que algunos hoteles dejan en las habitaciones, en caso de que sus huéspedes necesiten con urgencia la palabra del Nuevo Testamento, algún empresario con inclinaciones hacia la filosofía del Bodhidharma decidió hacer lo propio, pero recetando una serie de instrucciones fáciles y muy concretas por si alguien, por si acaso, necesitara un remedio alternativo. Mi amigo tuvo a bien pedir prestado este libro (sin avisar) a la gerencia del hotel en cuestión y así, después de muchos malabares, la palabra precisa llegó a mis manos en el momento más oportuno.

“Funciona sólo si estás muy jodido o muy bien”

El amigo en cuestión ya me llevaba algunos años de ventaja en el tema y la plática inmediata a mi afortunado encuentro con aquel libro fue larga y fructífera. El efecto de aquel volumen fue potente y pronto una muy sana curiosidad me llevó a tomarme en serio lo que, años después, se convertiría en el vértice de mi existencia.

Con las recomendaciones llegaron las obras de maestro Tansei Deshimaru y la literatura Zen con su respiración y su caminar y su día a día y, sobre todo, con sus cuentos.

“Caerme”

Un hombre sube a la punta de un edificio muy alto. Se para cerca de la cornisa, abre los brazos y casi como de manera involuntaria, se lanza hacia el vacío. Mientras cae, el suicida piensa a cada segundo: “bueno, ¡hasta ahora todo va bien!”

“Maullidos”

Un Samurái sin dueño, un Ronin, desfallecía de hambre pues su camino había estado lleno de penurias, contratiempos y tragedia. Después de un largo camino en el que no vio nada más que campos secos, desiertos y ruinas, el Samurái se encontró con un tranquilo lago y, después de sacrificar parte de sus ropas y su bastón, logró construir una sencilla caña que lanzó con esperanza hacia el agua y después, porque no le quedaba de otra, esperó pacientemente.

Pasaron una hora, dos horas, ocho horas y la caña permanecía en paz. El Samurái, desesperado y hambriento, no tuvo otra opción que dormirse una vez más con el estómago vacío soñando que tal vez mañana la suerte será mejor.

A la mañana siguiente, el Samurái repitió el ritual de pesca y de manera casi inmediata un pez picó. La sonrisa y alegría de nuestro hambriento amigo no duraron mucho, pues un gato que estaba agazapado cerca saltó al mismo tiempo que el cordel de la caña salía del lago y con un veloz movimiento atajó el pescado en el aire. La furia del Samurái fue tanta que en ese momento desenvainó su katana y sin dudarlo partió al inocente gato en dos, quedando su dividido cuerpecito aun sosteniendo al pez por con el hocico.

Así como llegó la alegría por la pesca, así como llegó el enojo por el robo gatuno, así llegó la culpa al corazón del Samurái, pues no era ajeno a las enseñanzas de Buda y la conciencia comenzó a torturarlo casi inmediatamente. Esa noche, al intentar conciliar el sueño, comenzó a escuchar un leve sonido a lo lejos que, después de un rato, comenzó a acercarse para finalmente distinguirse como un claro maullido. Un maullido se convirtió en dos, luego en tres y después de unos minutos parecía que una jauría entera le pendiera de las orejas. Cada vez que el Samurái abría los ojos para librarse de la felina pesadilla, se encontraba solo, pero los maullidos no cesaban.

Pasaron días y con cada hora los maullidos aumentaron. No podía dormir, comer, asearse o conversar por la culpa que la muerte del gato le producía y por la incomodidad de los maullidos que, además de aumentar en volumen, parecían aumentar su angustia con el paso del tiempo.

Desesperado, el Samurái decidió visitar un templo para buscar alivio en la sabiduría de los maestros Zen.

Encontró al maestro más sabio de todos, le expuso su caso y la respuesta cayó como un balde de agua fría: no hay solución, la culpa se ha enraizado en tu corazón y solo la muerte podrá librar tu alma.

El Samurái, entrenado para ello, aceptó su destino y ahí, frente al monte, sacó el seppuku y se dispuso a terminar con su propia vida de la manera más honrosa posible. Justo cuando la hoja estaba a punto de penetrar su vientre, el maestro zen detuvo su mano y le preguntó suavemente: ¿escuchas los maullidos ahora? El Samurái se detuvo, escuchó y contestó: no. El maestro sonrió, guardó el arma y dijo con voz ceremoniosa: eso es porque, ante la muerte, no hay nada que valga.

“El Maestro Corredor”

Un hombre que practicaba el budismo desde hace poco escuchó la noticia de que un gran y renombrado maestro se mudaría a la casa contigua a la suya.

Un día, este hombre vio a su iluminado vecino salir a correr en la mañana y regresar caminando al medio día. Su sed de conocimiento y deseo de entender al maestro lo llevó a preparar sus zapatos y ropa deportiva y salir a correr junto a el la mañana siguiente.

El hombre esperó al maestro en el filo de la puerta y al verlo pasar comenzó la carrera.

Pasaron por varios barrios cercanos, luego por un parque y finalmente el maestro detuvo el paso y se sentó en medio de un pequeño bosque urbano sin mayor atractivo. El hombre hizo lo mismo. Después de unos minutos de silencio, el maestro regreso caminando tranquilamente por el mismo camino hasta su casa. El hombre lo siguió todo el camino.

Como por curiosidad, como por salud, el hombre decidió salir a correr todos los días detrás del maestro zen. Al poco tiempo, la gente que lo rodeaba comenzó a notar algunos sutiles cambios en el: se le veía tranquilo, ecuánime y con cierta libertad que antes no se podía percibir tan fácilmente. Un amigo cercano le preguntó si existía alguna razón para esto y el hombre decidió contarle su nuevo hábito. El amigo, sorprendido y lleno de curiosidad, pidió permiso para acompañar al hombre y al maestro al día siguiente.

El amigo cumplió su amenaza y salió a trote detrás del maestro y el hombre. Pasaron por los mismos barrios, el mismo parque y llegaron al mismo bosque para sentarse a la sombra de cualquier árbol durante cualquier cantidad de tiempo antes de regresar.

El amigo, después de unos minutos de silencio y sintiendo que algo faltaba para encontrar la clave de la iluminación, exclamó en voz alta “¡Ah!, ¡qué hermosa es la naturaleza!”. El silencio siguió.

Después de algunos minutos, el maestro se levantó y emprendieron la carrera de regreso, cada quien entró a su casa y no pasó nada más.

Ese mismo día, unas horas más tarde, el hombre escuchó que alguien tocaba a la puerta. Era el maestro. El maestro sonrió y sólo dijo “No vuelvas a invitar a tu amigo”.

@AldoObregón