El 25 de noviembre (25N) de cada año duele y el país amanece con marchas, mantas, fotografías que narran ausencias y exigen justicia. Las miles que salen a las calles en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, también han encontrado en el arte una herramienta para contar su historia.
Aunque se realizan actividades culturales impulsadas por instituciones públicas, como la campaña “Si te tocan, nos toca” del Gobierno de la Ciudad de México, en la cual harán visibles 12 mensajes en diferentes lugares públicos para visibilizar la violencia de género, o los talleres y presentaciones en museos como el Nacional de San Carlos, las marchas del 25N se transforman, año con año, en un enorme mural en movimiento, para exponer la violencia que atraviesa la vida de millones de mujeres.
Estas manifestaciones pudieran leerse como una forma de arte social: el performance colectivo que se desenvuelve entre carteles, cantos, silencios, llantos, gritos, consignas y exigencia. El espacio público se transforma en el lienzo en el que se escriben los nombres de las que ya no están, las que faltan; pero también de las que están y viven las secuelas de los golpes, el ácido, el no tener a sus hijos cerca o la violencia más cruda, las que sobrevivieron a convertirse en un número más de la estadística.
Mientras las instituciones buscan encuadrar la memoria dentro de actividades culturales controladas, las colectivas feministas transforman la ciudad en un territorio vivo, donde la memoria no se administra, se desborda. Las pintas y los muros intervenidos dejan huella de la historia de la violencia de género que no se retrata en los medios, o en los libros, o en las redes.
¿Quién escribe entonces la memoria de las mexicanas? El arte institucional ofrece espacios para la reflexión, sí, pero son los actos espontáneos de las calles los que obligan a replantear el relato histórico. El 25N nos recuerda que la historia no solo se conserva en museos: también se grita, se pinta, se marcha, se baila, se canta, se llora.
En ese cruce entre el arte y la historia que no debería suceder, pero pasa todos los días, la memoria de las mujeres agredidas, forzadas, violadas seguirá ardiendo. Y en esa llama seguirán reclamando algo más profundo que justicia: el derecho a vivir una vida plena, una vida digna, una vida que sea sólo suya, una vida libre de violencia.

