El Asedio a la Democracia

Criterios Josimar Alejo

Mucha tinta se ha impreso y ocupado del fenómeno Trump en los últimos meses (se incluye esta columna en esa intención). No es para menos, todo lo que ocurra en nuestro vecino del norte tiene un impacto directo y a gran escala en México. 

Lo fue así desde su aparición en el imaginario colectivo, cuando pretendió, en un primer momento, la candidatura republicana a la presidencia y en un segundo, cuando compitió y ganó ser el primer hombre de los Estados Unidos de América. 

Nadie lo podía creer hasta que protestó el cargo (acto inaugural de aquel enero de 2017). Entonces la dinámica de la bravata y las bravuconadas se convirtió en política de estado y, ¿por qué no decirlo?, en política diplomática. Un día si y otro también la provocación y la injuria fueron las constantes en sus posicionamientos mediáticos. También lo fueron sus acciones de gobierno, como nos quedó claro con la urgencia de levantar un nuevo muro fronterizo y endurecer las acciones de repudio migratorio (cayendo incluso en actos de ínfima humanidad). 

Ganó a pulso la animadversión de la mayor parte de la comunidad internacional. Pero, hay que decirlo también, supo conservar y polarizar aún más al electorado que lo llevó a la presidencia. 

De principio a fin, su administración se centró en un poder unipersonal que, denostaba y descalificaba a toda aquella institución que no estuviese en consonancia con el proyecto trumpista. Avanzó poco a poco en la conquista de los espacios clave para sus fines tanto que, sus aliados y partidarios ocuparon las mayorías en el poder legislativo y judicial de ese país. 

En la carrera por la reelección, se le notó nervioso y más golpeador (que de costumbre) desde los primeros momentos del proceso. Descalificó a priori y a posteriori todas las etapas de la elección. Comenzó con el sistema de votación vía correo, poniendo en entredicho la pulcritud de ese esquema, cuando era sabedor que, debido a las condiciones de sana distancia provocadas por la pandemia todos debían guardar, fue una de las soluciones más viables para poder garantizar el ejercicio del voto de los ciudadanos estadounidenses. 

Durante la jornada electoral, con el mismo argumento (y luego de que algunos números comenzaron a dar la vuelta a su triunfo momentáneo) refutó los resultados que iban configurándose en algunos estados en su contra. El conteo se prolongó y no cejó en presionar mediáticamente a los organismos electorales para inclinar la balanza de sufragios en su favor. Lo mismo ocurrió cuando el Colegio Electoral (un órgano transitorio que conjunta los resultados estatales en un solo momento y circunstancia y que, a su vez, sanciona en parte la elección) se reunió. 

La naturaleza compleja de una elección nacional en Estados Unidos de América conduce dentro de su trámite a una última aduana: el conteo y la declaración de validez de la elección por parte del Congreso reunido de manera formal por su Senado y la Cámara de Representantes. Cuerpos legislativos a los que también (en un último episodio digno de las mejores series o películas estadounidenses) intentó influir e incidir de la manera más burda y retrógrada posible: la violencia. 

La imagen del país modelo se venía abajo. En pocos minutos el propio (aún) presidente de los Estados Unidos sometía a su nación al escarnio y burla de propios y, sobre todo, extraños. Vulneró para ello a un poder: al legislativo. Lo trató de someter a su voluntad por la vía menos política. Logró, por escasas horas, paralizarlo y, con ello, tratar de emplear su último recurso presionando a los representantes de su propio partido para desconocer el triunfo de J. Biden.

De haber prosperado su intento. ¿Qué habría pasado en materia legal, política y económica? Sin duda hubiésemos visto una parálisis de gobierno, puesto que habría pocos días antes del acto inaugural del próximo presidente; un sinfín de intercambios en las cortes y sin duda una repercusión en absoluto deseable en el desempeño económico de la nación norteamericana. 

Todo ello como resultado de la falta de madurez política, todo gracias a un mal perdedor calificado así por innumerables Jefes de Estado a nivel mundial como terrorista contra la Democracia. Ese tipo de políticos que, deciden participar en la lucha por el poder bajo un marco normativo (reglas del juego) y luego se dedican a descalificar esas condiciones cuando la realidad no se refleja en resultados a su favor, tienen un lugar especial en la historia política de la infamia.

Todos ellos, en su delirio y capricho de poder hacen un daño, a veces irreversible, a instituciones que, de suyo son imperfectas en tanto son humanas, son resultado de décadas de construcción y de esfuerzos multitudinarios. A veces incluso son el resultado de episodios violentos en la vida de las naciones. 

El legislativo norteamericano resistió el asedio a la democracia. Unas horas bastaron para reestablecer el orden constitucional y la política como medios para la resolución de las diferencias y, en este caso, para sentar las bases de una transferencia del poder ejecutivo. La división de poderes funcionó y se vio un ejercicio de contrapeso institucional (muy necesario) para limitar los excesos de otro de los poderes. 

Al final, Trump revitaliza el espectro de derecha radical en Estados Unidos con el que habrá de convivir Biden y los demócratas.      

josimar.alejo@criteriodiario.com