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Hacerlo porque se me antoja: ¿la real revolución social?

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Creo firmemente que la diversidad humana, moldeada por factores como la genética, la familia, la educación y la sociedad, nos dota de talentos, capacidades y rasgos de carácter que a veces sobresalen más que otros. Pensando en los artistas, conforme avanzo en mi vida adulta, marcada por la rutina y las demandas laborales, mi percepción de estas personas ha evolucionado hasta considerarlas como “otro tipo de gente”.

Estos individuos son audaces, poseen convicciones y han forjado un sentido del gusto, la personalidad y la vocación que trasciende las corrientes sociales, tradicionales o populares que constantemente influyen en nuestras vidas. Estas corrientes a menudo generan temores y estigmatizan una vida modesta y austera, estableciendo como una meta inamovible el deseo de pertenecer a una clase social alta, a la que solo un pequeño porcentaje alcanza, mientras el resto compite y sufre por no lograrlo.

Ahora considero que el verdadero revolucionario —una palabra que merece ser redescubierta, a pesar de su estigmatización— es el artista. Ya sea dedicado al arte en sí o simplemente al ocio o al placer de vivir cómodamente, desafían las dinámicas de una vida “salvajemente competitiva”. En esta sociedad, aquellos que no son multifacéticos o no sobresalen en una tarea específica son etiquetados como perdedores, cuestionándose su falta de “ambición”. Aquí, el objetivo humano parece haberse reducido a acumular más para consumir más cosas materiales y efímeras. Algunos pensamientos que me han embelesado son entre otros, estos:

Fito Páez, en una entrevista hace ya varios años, cuando quizás tenía 20 o 25 años, dijo: “me interesa pasarla bien, en todos los sentidos, desde lo frívolo hasta lo hondo, divertirme con lo que hago… nunca me gustó la idea de estas oprimido bajo una idea, ¿no?, que hay que hacer esto porque mañana hay que ir a trabajar, y porque mañana hay que agarrar. La obligación nunca fue muy amiga mía (…)”.

Alejandro Dolina, en otra entrevista, dice con mayor profundidad esto: “El fin de semana suele ser para muchos una esperanza. La esperanza de que algo se produzca en la vida. Que algo venga a romper el aburrimiento, por ejemplo. Que alguien nos venga a salvar la vida con una palabra, que conozcamos una persona maravillosa… que suceda alguna cosa que produzca un cambio en nuestra vida. Después de todo, la única manera de combatir al aburrimiento es con modificaciones. El aburrimiento consiste en la sensación de que no hay próxima ninguna modificación, eso es el aburrimiento.

Y, el domingo a la tarde, es lo mismo que en las fiestas cuando son las 5 de la mañana, que uno se da cuenta que ha esperado en vano, que no ha ocurrido nada extraordinario. Que no han venido personas a salvarnos la vida ni hemos conocido mujeres maravillosas. Y entonces, tiene sabor a desengaño esa hora.

También puede ser un síntoma de que la mayoría de las personas odian su trabajo. Entonces quieren que termine, como si se tratara -y creo que se trata- de que el trabajo es un castigo. Salvo aquellos privilegiados que lo aman. Que han conseguido lo que 1 de cada 100 personas, que es conseguir que les paguen algún dinero por aquello que harían gratis. Yo estoy entre esos privilegiados y por eso jamás he sentido angustia un domingo a la tarde, y por el contrario, quiero que llegue el momento de trabajar. Pero no tengo derecho a convertir mi privilegio en una perceptiva general.

Blanca Varela con su poema “Currículum vitae”, que en 5 estrofas te cuestiona todo: “digamos que ganaste la carrera, y que el premio era otra carrera, que no bebiste el vino de la victoria, sino tu propia sal, que jamás escuchaste vítores, sino ladridos de perros, y que tu sombra, tu propia sombra, fue tu única y desleal competidora”.

Y finalmente, me pregunto: ¿Es esto presión social o simplemente un instinto de supervivencia disfrazado? ¿Acaso los seres humanos seguimos siendo tan instintivos y básicos en nuestras motivaciones?