Tradicionalmente, asociamos a países latinoamericanos como Colombia y México con el rol de productores y exportadores de drogas, especialmente marihuana y cocaína. Sin embargo, en la actualidad, también nos hemos convertido en consumidores. La demanda de drogas en Latinoamérica ha crecido exponencialmente, dando lugar a un floreciente microtráfico en las calles de muchas ciudades, convirtiéndose en una industria criminal multimillonaria.
Pero más allá de este fenómeno delictivo, existe un problema social y de salud pública relacionado con los consumidores. La problemática ha alcanzado proporciones alarmantes. Caminar por las calles, tanto centrales como periféricas, de ciudades como Bogotá o Ciudad de México, es presenciar en vivo la trágica degradación humana de cientos de jóvenes.
A lo largo de mi vida, he visto a personas a las que llamamos ‘indigentes’. Algunos de ellos se volvían casi icónicos en nuestras comunidades y se convertían en personajes populares de la ciudad. Recuerdo especialmente a ‘el poira’ en mi pueblo, que siempre pedía que le escribieran una carta al presidente para pedir su pensión, muy al estilo de ‘El coronel no tiene quien le escriba’. Ahora me doy cuenta de lo poco que entendía su situación. Probablemente tenía problemas mentales no tratados que lo llevaron a vivir y morir en las calles.
Pero hoy en día, me sorprende ver la cantidad de personas que viven en las calles, durmiendo, conviviendo, y consumiendo sustancias a plena luz del día. Hasta hace poco, nunca había presenciado el consumo de drogas como perico o basuco, ni entendía las diferencias entre ellas. Sin embargo, en los últimos meses he sido testigo de escenas como alguien consumiendo frente a la puerta del edificio donde vivo, o hace una semana junto a un semáforo a tempranas horas del día, a un hombre calentando una papeleta y aspirando la sustancia, sin la más mínima intención de esconder el proceso de consumo de su droga.
Lo más impactante es que la mayoría de estas personas son jóvenes, me he encontrado con chicos con claros comportamientos depresivos y avergonzados, que se acercan a pedir algo de dinero o comida. Observo sus rostros, su contextura y, sobre todo, cómo se comunican, y aunque puedo equivocarme, pienso que no llevan mucho tiempo en esa situación, lucen como si tuviesen una familia y en algunos inclusive, es muy evidente que han recibido educación, ya sea bachillerato- preparatoria o incluso educación profesional.
Justamente sobre esto, recuerdo que hace unas semanas, mientras esperaba el cambio del semáforo en mi Uber, vi a un joven de físico “atractivo” completamente drogado en una esquina. El conductor, al igual que yo, lo miró y murmuró algo como ‘el maldito tusi’, entonces le pregunté por qué lo decía, y me contó su experiencia y la de sus amigos con las drogas. Me habló de que el tusi no es tan económico como otras drogas, que es popular y que actualmente es lo más consumido en fiestas, pero que también es altamente adictivo, y “se les sale de control” a las personas, también hablaba de otras drogas que yo antes ni siquiera había escuchado mencionar. Según él, muchos de los jóvenes adictos que ahora están en la calle provienen de familias acomodadas económicamente o comunes, con padres desesperados por ayudar a sus hijos. Sin embargo, dice que el monstruo de las drogas parece imparable y devora todo a su paso.
El tusi, al igual que otras drogas populares como anfetaminas y ácidos, está causando un grave problema de salud pública. Es visible para toda la sociedad, pero sigue siendo subestimado y desatendido. Los gobiernos deben reconsiderar sus políticas de drogas, pasando a una guerra contra el consumo. Se necesitan medidas sanitarias, educativas y sociales para prevenir el consumo y rehabilitar a los miles de personas que padecen, no solamente una enfermedad crónica, y de un sufrimiento quizás impensable, sino también, que padecen la indiferencia y el abandono social de todas las personas que pasamos diariamente a su lado, que inclusive, nos golpeamos con ellos, mientras estos duermen en las esquinas, en andenes o en el suelo frio de las ciudades, cubiertos con costales o bolsas de basura.
Lo más triste de todo esto no es solo la brutalidad de la adicción y las terribles condiciones en las que viven en la calle, sino también nuestra indiferencia hacia ellos. Los vemos como obstáculos en el camino o manchas en la vista de la ciudad, despojándolos de su humanidad. Olvidamos que son hijos, padres, hermanos, y que algunos eran talentosos músicos, abogados, gerentes o trabajadores comunes.
Quizás debemos empezar a reconocer la humanidad de estas personas, ser más empáticos y proteger también a los nuestros de un peligro que está presente entre nosotros, pero del que ignoramos completamente su existencia y es que, ¿en qué momento nos convertimos en una sociedad consumidora de drogas?