El nacionalismo mexicano es uno de los más sólidos del mundo, incluso comparado con el de otros países latinoamericanos con historias y culturas similares. Aquí, más que en la mayoría de otros países, tenemos elementos que nos hacen pensar en automático en México: cine, pintura, escritores, comida, colores, pirámides, tequila, mezcal, ropa, espuelas, canciones, ritmos, mitos, ofrendas, volcanes. Matar a masiosare, héroes que nos dieron Patria, villanos que intentaron quitárnosla, ofensas colectivas (como las del lengualarga de Trump). El Santo, el Cavernario, Blue Demon y el Bull Dog; victorias legendarias, la relevancia de ser el niño o la niña abanderada, “el niño héroe que dio la vida por la bandera”, la Guadalupana, los nopales, los diluvios provocados por la ira de Tláloc.
Sin embargo, el nacionalismo no se ha construido en automático. México, como bien lo dijo Porfirio Díaz, está tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos; lo que ha hecho que sea el punto de conflicto de las potencias mundiales, sin exagerar. A México, después de la Independencia, lo ha invadido España, Francia dos veces, Inglaterra y Estados Unidos un par de ocasiones más. En la primera invasión gringa (pese a la valentía de Juan Escutia), los estadounidenses lograron apropiarse de más de la mitad del territorio; en esa ocasión perdimos Texas, California, Nevada, Arizona y Utah, aunque tal vez nunca los tuvimos. Los mexicanos que vivían ahí no se sentían mexicanos, pero tampoco gringos; al igual que los de la península de Yucatán, quienes tampoco se sentían mexicanos sino mayas 300 años después de la conquista de México.
Por eso, Santana en los 1850 mandó escribir el Himno Nacional, que además le quedó bueno; en consecuencia, Juárez y los liberales del XIX fortalecieron tanto la idea de Patria como ese elemento por el que valdría la pena dar la vida en las batallas contra los invasores enemigos. Por eso mismo se le dio tanta difusión al mediocre general liberal Miguel Negrete cuando dijo: “Ante la invasión de un extranjero, me decanto por la Patria”, fortaleciendo la noción que aun existe “antes de partido tengo patria”.
El nacionalismo fue promovido desde el Estado como una herramienta de unidad que desde luego beneficiaba al gobierno en turno, pero que ayudaba a evitar las simpatías por los invasores extranjeros. Roger Bartra lo describe como una estrategia de dominación que explica el éxito del México posrevolucionario, cuyos gobiernos asumieron directamente la tarea de impulsar los elementos del nacionalismo, es decir, eso que nos hace sentir mexicanos. Lo hicieron en menor medida que otros regímenes como la Alemania de Hitler o la China de Mao, pero con una idea parecida: elementos propios del país que fortalecen la identidad de ser mexicanos.
Lograron consolidar una identidad nacional que a la mayoría de nosotros nos hace sentir orgullosos; crearon arte y cultura alrededor de ideas de nacionalismo y patria; se crearon a los enemigos del nacionalismo: los invasores, los malinchistas snob y lograron incluso que los millones de paisanos migrantes crearan su propia cultura sin aspirar a adoptar la gringa, todo un triunfo.
México no sería México sin los elementos que nos identifican y el orgullo que nos dan. En septiembre veremos los mismos elementos con calles y plazas adornadas, banderas en todas partes, pozole, fiestas, mariachis. Por eso: ¡Viva México cabrones (sea por bien o sea por mal)!