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La paz sin justicia: el silencio después del fuego (y el arte como testigo)

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El anuncio del cese al fuego en Ucrania, celebrado por las potencias como un logro diplomático, parece más bien el cierre administrativo de una tragedia. Las armas callan, pero el eco de los crímenes cometidos resuena entre las ruinas. Los acuerdos que hoy se exhiben como señales de estabilidad no reparan los cuerpos ni devuelven los años perdidos. Al contrario: corren el riesgo de sellar una impunidad calculada, una paz escrita por los vencedores que omite la voz de las víctimas.

En esta aparente “finalización” de la guerra —entre comillas, porque lo que queda es una tierra desangrada y dividida— se impone una narrativa diplomática que busca pasar la página sin leerla. Las instituciones internacionales, exhaustas o cooptadas, no parecen tener voluntad de escarbar en las responsabilidades. Los discursos de reconstrucción y normalidad encubren una verdad más incómoda: el genocidio tardará años en ser reconocido, si es que alguna vez lo es.

La ausencia de intervención militar efectiva de organismos multilaterales, la tibieza de las sanciones y la complicidad de ciertos actores globales abrieron el camino a esta impunidad. Mientras las naciones discuten el costo energético y los mercados celebran la estabilidad del gas, las víctimas quedan relegadas al pie de página. Y no es un descuido: es una estrategia. La política internacional aprendió que las guerras pueden cerrarse con comunicados, sin necesidad de justicia.

En este tablero, la responsabilidad de Israel —que jugó un papel ambivalente, entre la asesoría militar y el silencio estratégico— aparece como una de las grandes omisiones del relato oficial. Su rol, poco reconocido, en el suministro de inteligencia y tecnología de defensa, o en la validación moral de ciertas tácticas militares, permanece al margen de toda investigación seria. Y sin embargo, es parte del mismo entramado de poder que ha convertido los conflictos contemporáneos en laboratorios geopolíticos de impunidad.

La historia demuestra que los genocidios no terminan cuando cesan los bombardeos, sino cuando la verdad logra imponerse sobre la conveniencia. Bosnia, Ruanda, Gaza: las cronologías cambian, pero el patrón se repite. Primero el horror, luego la negación, más tarde la demora. En Ucrania, la verdad se archivará entre informes clasificados, comisiones de investigación sin dientes y memoriales que algún día intentarán contar lo que hoy se silencia.

En todo esto, está también, el arte. En toda guerra, el arte sufre primero y resiste después. Durante los bombardeos, las colecciones se ocultan bajo tierra; los artistas huyen, o transforman su exilio en lienzo. Cada pintura, cada instalación o mural se convierte en testimonio de lo que los informes oficiales omitirán. Así ocurrió en Sarajevo, en Gaza, en Afganistán. Ahora sucede en Ucrania: el arte como trinchera moral, como memoria insurgente contra el olvido programado.

Lo paradójico es que las mismas potencias que callaron frente al sufrimiento serán las primeras en financiar exposiciones “por la paz”. Veremos retrospectivas de la guerra en museos europeos, curadas con el mismo tacto con que se blanquea una culpa. Es la vieja operación cultural de Occidente: transformar el horror en relato estético, para hacerlo soportable, vendible, visitable. El arte convertido en anestesia, en vez de en denuncia.

Y sin embargo, el verdadero arte de la guerra —el que emerge del dolor, no del patrocinio— se niega a ese uso. Los artistas ucranianos, como los palestinos o los sirios antes que ellos, crean no para reconciliar sino para recordar. Su obra no busca consuelo, sino verdad. Cada mural, cada fotografía, cada poema es una acusación. En ellos se conserva lo que los comunicados políticos borran: el nombre, el rostro, la historia de las víctimas.

Cuando la justicia internacional se detiene, el arte asume la función del testimonio. Es la memoria que no puede archivarse ni silenciarse. Puede que los juicios no lleguen, que la reparación tarde décadas, pero una pintura, una canción o una performance seguirán recordando lo que se intentó olvidar. Esa es su victoria silenciosa.

El cese al fuego en Ucrania no puede ser el final del relato, sino apenas su preludio. Si la comunidad internacional convierte la reconstrucción en una cortina de humo, si los crímenes se diluyen entre los discursos y los intereses, la historia volverá a repetirse. Pero mientras exista un artista que pinte lo que vio, una mujer que cante lo que perdió, un museo que conserve lo que intentaron borrar, habrá resistencia. Porque el arte, a diferencia de la política, nunca firma el olvido.