El hombre que olvidó su nombre

Criterios María Del Rocío Lozano Solana

La vida de hoy no es la que conocímos hace algunos meses. Ahora somos hombres renovados, con nuevos hábitos y miedos forjados a la fuerza. Nos enfrentamos al fantasma del apocalipsis viral, comparándolo con los zombis de las películas y con los monstruos de los cuentos. Nadie sabe cómo combatir el mal, pero a todos nos reparten esperanza con conceptos epidemiológicos que no podemos entender. Nos rodea un abismo de incertidumbre y nos advierten de una guerra inventada. Nadie sabe si se trata de los complejos desconcertantes de las masas, o si son solo explicaciones y excusas de los tiempos capitalistas modernos. Las películas han relatado el pavor que hoy vivimos, en donde, como siempre, se trata de una enfermedad que es sólo eso. Nos hemos convertido en seres incapaces de tomar decisiones, obsesionados solo con devorarnos a nosotros mismos mientras nos transformamos en caníbales descerebrados y enfermizos en las redes sociales. Estas redes que parecen ser ahora la única conexión con el exterior.  

Se trata de una historia de vida en donde se le teme al otro y se tiene pánico a las multitudes. Inmutable desconfianza a las autoridades y teorías conspiradoras de orígenes morbosos. En donde parece haber más una guerra como estrategia política, que un verdadero descuido en las precauciones. El nacionalismo se ha convertido en el legitimador oficial para las medidas extremas. Ahora resulta que falta información para darnos cuenta del exceso de información que existe. La calle es, como siempre lo ha sido, un peligro inevitable y volvemos al mundo virtual para sentirnos en casa. El confinamiento voluntario se volvió nuestra obligación y un motor de violencia intrafamiliar, violencia de género y abuso infantil. Con un misterioso origen, es más que un secreto y una conspiración lo que este fantasma tóxico representa. Millones de personas mueren todos los días y ahora parecen importarnos las cifras de sus decesos. Hospitales saturados en donde ya no caben más huesos, con enfermeras y médicos que se han convertido en héroes para muchos y en astronautas para otros. Pero millones más que, han desgastado su energía llenando solicitudes de empleo sin respuesta, vendiendo sus buenas intenciones al mejor postor o mendigando en la calle.  

Algunos dicen que cuando todo esto termine, saldremos a atestar los parques y los centros comerciales; a desgastar nuestra energía en reuniones con la familia y a saturar los cafés y las plazas. Pero otros dudan que olvidemos lo aprendido y que más bien, los primeros días de libertad nos daremos cuenta de que estábamos mejor como perritos adiestrados en nuestras esquinas.  Y si nos encontrábamos ya cerca, la pandemia solo ha sido una razón más para convertirnos en esclavos de Google, Facebook, Instagram, Netflix o Zoom, haciéndonos sentir completos con el bombardeo en los medios. De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisioneros virtuales encerrándonos en una celda poco convencional de 3 paredes digitales que nos mantienen a salvo: una la de nuestro celular y computadora y otra la del televisor, porque nos hemos visto obligados a renunciar a la tercera, la del cine. 

Con meses o tal vez años faltando, unos nos atrevemos a suplicarle al 2020 que ya no nos tenga más sorpresas, pues hemos entendido que la alarma es legítima y las consecuencias reales. La respuesta de los políticos a esto ha sido tan improvisada como caótica, pero no se trata de cuestionar las medidas sino sus orígenes. Como los de esta enfermedad prototípica de la nueva era globalizada, en donde se suponía que ya nada podría derrotarnos.

Pero este mundo se ha debilitado con tantos intercambios comerciales injustos y desigualdades sociales, haciendo que el estado quede reducido a cero dejando en manos privadas lo que era de todos. Nos hemos dedicado a formar democracias frágiles, dejando que estas se conviertan en la doctrina elemental de una humanidad autogobernada. ¿Estamos conscientes de que vivimos en un mundo obscenamente desigual? Las potencias responsables se lavarán las manos cuando se deshagan de sus complicaciones, pero aquellos países en desarrollo tendrán que regresar unos cuantos años y unos millones de pesos para volver a ser la basura que son hoy, aunque no tan apestosa.

Es añeja la idea de que para protegernos basta con cerrar fronteras y que nos aliviaremos solo con escuchar un cuento, o tal vez dos o tres. Cada día sabemos más del virus, tanto como para darnos cuenta de que en realidad no sabemos nada y que aquellos lugares que tanto deseamos volver a ver vivir, fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en abrir. Y mientras tanto, como buenos creyentes y devotos a religiones escatológicas, nos sentamos con la tan esperada oportunidad de volver a visitar las playas, sintiendo como si nunca hubiéramos ido; cada espacio, cada persona tiene un sabor a reconquista y reencuentro.

Algunos nos hemos tomado el tiempo de reflexionar, tanto y tan profundamente como para darnos cuenta de que nos hemos olvidado de nuestro nombre. Que algún día volveremos a caminar por las calles, pero sin reconocernos, y qué mejor que ahora para reinventarnos y recuperar lo que hemos perdido. Porque en el fondo sabemos que el triunfo es efímero y que el virus puede reactivarse en el autobús o en una fiesta. ¿Aprendimos algo en este año que se quedó cojo? Tal vez no haya llegado el tiempo de dejar nuestro escondite y sacudir las esquinas, quizás hemos aprendido a apreciar el encierro y valorar a los demás como a nosotros mismos.

Quizás haya llegado la hora de encontrar un aislamiento, pero de todo aquello que hoy nos enjaula y nos distrae de lo que es verdaderamente importante. Ha llegado la hora de ver en los demás una necesidad de cariño como la que tenemos nosotros y de entender que no somos los únicos viviendo este cuento, sino que hay más que necesitan escuchar que, algún día -sí, algún día- nos volveremos a abrazar.  

FB: Rocio Lozano

Instagram: @rociolozanos

Twitter: @rociolozanos